Dictum de Acton

Los gobernantes que intentan de una u otra manera destruir o silenciar los contrapesos que todo ejercicio de poder debe tener, no entienden la democracia.

Creen que por haber obtenido en una determinada elección el apoyo de la mayoría de los ciudadanos -en muchos casos sólo una mayoría relativa- tienen el derecho a hacer con el país lo que les plazca, esperando además que los otros poderes y las minorías opositoras acaten sin chistar todas sus decisiones.

Conciben a la democracia como la dictadura de la mayoría.

Así lo malentienden el presidente López Obrador, los diputados y senadores de su partido y sus seguidores.

Creen que, por haber ganado por primera vez una elección presidencial, los millones que no votamos por ellos debemos vivir callados; que las leyes vigentes y hasta la misma Constitución deben modificarse en todo lo que se oponga a sus intereses; que no tienen por qué dar cuentas a nadie y mucho menos a la oposición, a quienes consideran no adversarios políticos, sino enemigos.

Están convencidos de que sus objetivos son superiores y por lo tanto no pueden estar supeditados a ninguna ley, precepto constitucional, escrutinio, auditoría o contrapeso autónomo. De ahí el famoso dicho de López Obrador de que "no me vengan con que la ley es la ley". Si una ley se opone a sus deseos, lo que está mal es la ley, no él.

Para evitar precisamente que alguien se sienta infalible y actúe como rey, es que existe la separación de poderes, los organismos autónomos, la oposición y todos los llamados contrapesos que el Presidente quiere nulificar.

Por eso intenta una y otra vez controlar el contrapeso del Poder Judicial, desmantelar y desacreditar al INE, intervenir en los procesos electorales y bloquear el funcionamiento del INAI. Por eso también sus fervientes y manifiestos deseos para lograr una mayoría calificada en el Congreso y de esa manera impedir que nadie pueda nunca más objetar o echarle abajo los decretos y cambios constitucionales que le permitirían controlar todo, evadir la rendición de cuentas y que su partido y allegados se instalen indefinidamente en el poder.

Nadie nunca debe ser capaz por sí solo de tener o controlar todo el poder. En una auténtica democracia, el control del poder no existe. Sólo los reyes y dictadores, los gobiernos llamados precisamente totalitarios, lo controlan todo.

En las democracias sanas, los que hoy son mayoría saben que mañana pueden pasar a ser minorías, y en ese momento querrán tener funcionales y expeditos los contrapesos que hoy les molestan.

Nos toca a los ciudadanos reclamar la excesiva concentración del poder, y la infalibilidad atribuida al Presidente y su 4T, tal como lo hiciera en 1887 el historiador británico y noble católico de ideas liberales John Emerich Dalkberg Acton (Lord Acton) en una carta que dirigió al obispo Mandell Creighton, oponiéndose en ese entonces a la proclamación del dogma de la "infalibilidad pontificia" en el Concilio Vaticano I en el que intervino. Esa carta entre otras cosas decía: "No puedo aceptar su doctrina de que no debemos juzgar al Papa o al Rey como al resto de los hombres con la presunción favorable de que no hicieron ningún mal. Si hay alguna presunción es contra los ostentadores del poder, incrementándose a medida que lo hace el poder (...). Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente".

Esta última frase, conocida hoy como el "Dictum de Acton", nos debe recordar que, en cualquier gobierno, empresa o institución el poder siempre debe tener límites. Y que la única manera de garantizar que los límites establecidos sean respetados, es teniendo contrapesos suficientemente fuertes y autónomos para llamar a cuentas y, en su caso, destituir a quien los sobrepasa.

En las democracias el pueblo manda, sí, pero sus votos no son de confianza ciega. El poder otorgado no es un "cheque en blanco", es más bien (siguiendo la analogía bancaria) una tarjeta de crédito con vigencia y límites preestablecidos en un contrato social llamado Constitución, que los gobernantes electos juraron cumplir y que hacemos valer a través de la separación de poderes y de los organismos ciudadanos autónomos.

Podríamos decir que, sin contrapesos fuertes, los ciudadanos estamos cívicamente muertos.

"El límite de la conducta son los escrúpulos".

Yo