Estetización del caos
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Vivir en un entorno sucio y desordenado hace que al cabo de un tiempo no notemos ni nos moleste la basura o el desorden. Los tiliches y cachivaches amontonados, los muebles rotos y desgastados se convierten en un nuevo estándar estético aceptable y fijado en nuestras mentes. Algo similar está pasando con la ilegalidad, la violencia y la corrupción. Hemos pasado tanto tiempo en medio de ella, sufriéndola en carne propia o viéndola a nuestro alrededor o en los medios de comunicación y entretenimiento, que hemos comenzado a verlas como algo normal. Nuestro estándar ético y de civilidad se ha modificado y nuestra capacidad de asombro al delito se ha relativizado.

Violar las leyes, robar y hasta matar ya no es tan terrible como alguna vez lo fue. Reclamar el que alguien circule en sentido contrario o dé una vuelta prohibida es una exageración; toleramos a los políticos que roban poquito y a los que roban mucho sin que los cachen; hemos aprendido a vivir con asaltantes que nos quitan relojes y dinero, pero nos dejan la vida.

Nada nos sorprende ya. Nos hemos acostumbrado a lo ilegal, a lo inmoral y a la violencia, y todos poco a poco, de diferente manera, nos hemos ido convirtiendo en personas más hostiles, insensibles, egoístas, frívolas y sin ninguna clase de responsabilidad social.

Hemos estetizado el caos, y con esto me refiero a que las transgresiones a las leyes y reglamentos, la corrupción, la pobreza, el odio, la basura y las miserias humanas ya no nos molestan, asustan o sorprenden. Hemos aprendido a vivir con todo ello, sin sentirnos mal y sin remordimiento alguno. Unos intentando encapsular sus vidas y cerrar los ojos al caos, otros como hábiles cómplices adaptados y mimetizados en él, y los menos, luchando a contracorriente como quijotes ilusos que creen en la posibilidad de un mundo mejor.

Nos preocupamos por la impunidad y la inseguridad, pero no nos ocupamos en hacer nada para evitar el desdén a las leyes, a la civilidad y el orden. Pedimos y exigimos legalidad y comportamiento ético a todos menos a nosotros mismos.

El respeto a las leyes y a las personas, si acaso se da, es sólo para las apariencias, y dependiendo siempre de análisis de costo o beneficios inmediatos.

Es socialmente aceptable pasarse un alto, no pagar deudas, violar contratos, falsificar documentos, mentir, etcétera.

Nos hemos adaptado de tal manera al caos que ya no distinguimos lo legal de lo ilegal, lo ético de lo corrupto o inmoral, y confundimos justicia con venganza.

Ya no vemos claro. Estamos ciegos a los problemas del sistema que son obvios y palpables para los observadores externos. Sufrimos "ceguera del taller" en donde diariamente fabricamos o reparamos los valores sociales.

Respetar las leyes y reglamentos es cosa de timoratos. Violarlas es cosas de "vivos" que saben aprovechar las oportunidades.

Lo habitual ya no es cumplir la ley, cumplir contratos y tener palabra. Lo habitual es tomar ventajas ilegales hasta donde podamos para luego callarlas y esconderlas. Solucionamos las cosas como se pueda, por las buenas o por las malas. Hemos tomado la ley en nuestras manos, pero no para aplicarla, sino para hacerla a un lado y sustituirla por la ley del más fuerte, del más influyente, creando un mundo de cabrones en el que sólo sobrevive y tiene éxito el cabrón y medio.

Hemos ido perdiendo al mismo tiempo que la vergüenza, la capacidad crítica y el impulso analítico. Necesitamos ver las cosas desde otro ángulo, escuchar otros puntos de vista, y lo más difícil: reconocer y aceptar errores y tener la disposición para cambiar y romper la inercia de los hábitos ilegales y del uso de la fuerza, de la corrupción o el poder como método para el logro de objetivos y resolución de conflictos.

Necesitamos acostumbrarnos a ver y vivir en el mundo civilizado, ese en el que nadie se atreve a circular en sentido contrario; ese en el que se cumplen contratos y las cuentas se pagan a tiempo; ese en el que damos garantías y asumimos responsabilidad por lo que decimos o hacemos; ese en el que cuidamos las cosas y devolvemos lo que no es nuestro; ese mundo que se sostiene con la fortaleza de las instituciones y la honorabilidad de las personas y no con alfileres.

"Si hay civilidad, hay prosperidad".

Yo