Sembrar cizaña
Hace mucho tiempo tuve un problema institucional con un embajador extranjero en México debido a una carta que dirigí a sus superiores en la que me quejaba de ciertas actuaciones que en ese entonces consideré equivocadas y soberbias. La queja surtió efecto, y el asunto que la motivó quedó resuelto, sin embargo, la relación personal quedó dañada.
Al enterarse del conflicto, un inteligente e importante amigo común nos convocó a una reunión para "limar asperezas", reunión que a la postre resultó ser una lección de vida para mí.
A temprana edad me di cuenta de que, si queremos, si hay buena voluntad, siempre es posible olvidar agravios, "darle vuelta a la página" con argumentos válidos, dignos y convenientes para restablecer climas de colaboración y entendimiento, y en el peor de los casos, para vivir en paz a pesar de las diferencias.
La reunión no fue diplomática, pues la diplomacia se entiende y define como "cortesía aparente o disimulo", sino una conversación sincera y con altura de miras de un conflicto que, al ser entre personas de buena fe, con fines legítimos y objetivos razonables, hacen que las formas pasen a segundo término.
En ese caso lo que ocasionó el problema no fue el fondo de mi queja, sino "la forma" como la hice: por escrito a una instancia superior. Lo exhibí.
La manera como el sabio amigo convocante inició la reunión fue una clase de relaciones públicas y manejo de crisis que dio a los presentes. Así "rompió el hielo" y abrió la conversación:
"No todo lo que se piensa se tiene que decir. No todo lo que se dice se tiene que oír. No todo lo que se escribe se tiene que leer", dijo.
Con estas solas palabras, las partes quedamos desarmadas: o yo no debí haber escrito la carta o el embajador no debió leerla. Lo que seguía era mirar hacia adelante.
Las formas y palabras que usamos para resolver problemas, dirigirnos y tratar a los demás importan, y mucho. Podemos olvidar errores y mentiras, podemos olvidar insultos y ofensas, pero lo que nunca olvidamos es lo que éstas nos hacen sentir.
Los sentimientos que nuestras palabras y acciones causan se quedan grabados para siempre, en el alma, para bien o para mal.
Inexplicablemente prestamos más atención a las injurias que a las alabanzas, a las pifias que a los aciertos. Nos fijamos más en los defectos, escándalos y desgracias de otros, que en sus cualidades y éxitos, y esa horrible forma de ser, morbosa y ávida de chismes, es hoy utilizada como estrategia maquiavélica y mercadotecnia política para dividir a la sociedad entre buenos y malos, entre amigos y enemigos, y reducir la democracia a una dicotomía imposible: o estás conmigo o estás contra mí.
Todos los días desde la tribuna presidencial se dicen cosas que no debieron ni decirse ni oírse. Se siembra cizaña. Se difama, agrede y ofende con un solo objetivo: obligar a tomar partido, del lado de los corruptos o del pueblo, a favor o en contra de la 4T, esperando con ello lograr votos suficientes para hacer de las leyes y la Constitución un papalote y asegurarse de que jamás, nadie de los difamados, o grupos afines a ellos, puedan acceder al poder.
Lo único que esta forma de hacer política logra, independientemente de quién gane o pierda, son votos llenos de odio y resentimiento: si ganan, se mofan de los perdedores, y si pierden, alegan fraude.
La difamación y los rumores son técnicas de manipulación bastante efectivas para desmoralizar a la sociedad, propiciar el abstencionismo y hacer perder la credibilidad de personas e instituciones.
Por eso, antes de dar por hecho lo que leemos u oímos, antes de formarnos una opinión negativa (o positiva) acerca de algo o de alguien y tomar partido, hay que otorgarle al otro, y en especial a los despreciados, denigrados o vilipendiados, el beneficio de la duda (presumir su inocencia), escuchar su versión, y si esto no es posible, como casi nunca lo es, al menos meditar un poco en la capacidad, intenciones y honestidad intelectual de quien habla o escribe (yo incluido) porque así como "no todo lo que brilla es oro", no todo lo opaco es fierro.
Al final hay una clave para saber en quién no debemos confiar: nadie que persiga un fin noble utilizará como medio el atropello de la dignidad, el honor y la fama de una persona.
"El beneficio de la duda ha muerto. Murió de corrupción, impunidad y falta de escrúpulos".
Yo